muralla guerrero
muralla guerrero
Actualizado: 21 noviembre, 2022

Os presento una nueva colaboración de Cristobo de Milio con Céltica. Un texto que como él mismo dice, se trata de una síntesis de las últimas tendencias en arqueología e historiografía sobre las sociedades guerreras del noroeste de Iberia.

Debido a su extensión lo he dividido en varias partes. En todas ellas encontrareis este índice para poder seguirla desde cualquiera de ellas.

Cazadores de cabezas y duelos a muerte: la ideología guerrera de los antiguos celtas

Porteros de piedra y cazadores de cabezas
Buitres, valkirias y zanjas
Santuarios sanguinolientos y sacrificios de caballos
Duelos
Bandidos y juramentos
Conclusión
Bibliografía

Porteros de piedra y cazadores de cabezas

Cuando uno se acerca al castro de Coaña, lo que más llama la atención es la aglomeración de casas, lo apiñadas que están dentro del recinto. Acostumbrado al moderno paisaje asturiano, donde cada cual edifica más o menos donde le da la gana, resulta desconcertante este poblado en el que todo el mundo se concentraba detrás de las gruesas murallas. Ésta parece ser la característica principal de la II Edad del Hierro: la importancia del grupo, la insistencia en separar el “nosotros”, dentro de la muralla, y “los otros”, el hostil mundo exterior. El punto de contacto entre ambos es, lógicamente, la entrada, las puertas de las murallas. Y en ese punto clave las gentes del Hierro acumularon un símbolo tras otro del grupo y de su relación con el resto del mundo. Quizá el símbolo más obvio, incluso para el profano, sean las estatuas de guerreros.

Las estatuas de guerreros galaico-lusitanos que han llegado hasta nosotros son unas veinte, repartidas entre la mitad meridional de Galicia y el extremo norte de Portugal. La mayoría están incompletas, suelen haber perdido la cabeza y el plinto, y han aparecido “descontextualizadas”, es decir, lejos de su lugar de procedencia, lo que hace más difícil darles una fecha o averiguar para qué diablos servían. Por suerte, a veces se han hallado restos “entre las murallas o en la laderas de los castros, como en Roiz (Braga), Santa Comba y Bergazo (Lugo)”. Además, tenemos la suerte de haber encontrado “in situ, junto a una de las entradas del castro de Sanfins [Paços de Ferreira, cerca de Oporto] una peana de la que arrancan los pies de una escultura de guerrero” (1). Por tanto, se situaban a la entrada de la muralla, recibiendo al visitante.

¿En qué fecha se tallaron estas esculturas? Hay quien defiende que son posteriores a la conquista romana, y que sirven al mismo objetivo político que la estatua de Augusto de Prima Porta, en Roma. Así, los romanos astutamente premian a los jefes indígenas más leales y les enseñan a enaltecer su imagen con elementos de propaganda como estas estatuas, imitación de las estatuas romanas que adornaban los foros municipales. Los caciques galaicos se convierten así en “mini-emperadores” que controlan cierta comarca, cuando en realidad son sólo peones en la estrategia de dominio de Roma. González Ruibal ridiculiza esta teoría y otras semejantes:

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Llama la atención la particular “romanización” del Noroeste si atendemos a los criterios que utilizan muchos investigadores: los galaicos se romanizan realizando esculturas de guerreros indígenas (Calo1994), joyería de tradición indígena (Sastre 2001), cerámica indígena (Bello y Peña 1995: 178) y poblados fortificados de tipo indígena, algunos – eso sí – muy grandes (Fernández-Posse 1998: 210).

Personalmente, habría considerado más verosímil que hubieran incorporado costumbres romanas, como escultura de tipo clásico, joyería romana, cerámica romana y poblados en llano.
(Ruibal 2006 – 2007: 325)

No, estas estatuas no tienen nada que ver con Roma: las inscripciones latinas que aparecen en unas pocas son, de hecho, buena prueba de que son anteriores a la conquista, ya que éstas se han embutido torpemente, ocupando los espacios libres que buenamente pueden y dañando a veces la decoración original, lo cual deja claro que el artista no tenía previsto texto alguno (2).

Estas estatuas representaban un guerrero de tamaño natural o superior al natural, completamente armado con puñal o espada, casco montefortino en algunos casos y sobre todo, el rasgo más distintivo: un escudo redondo que sostiene frente al vientre. El guerrero es además un gran señor que porta brazalete y torques, así como un llamativo cinturón cuya hebilla, en algunos casos, tiene decoración simbólica (esvásticas).

Si la diadema de Moñes (Asturias), de la misma época, presenta a los jinetes en pleno frenesí guerrero, las estatuas galaico – portuguesas son hieráticas. El gigante de piedra aparece inexpresivo, inmóvil, con el puñal envainado y el escudo en posición defensiva. Esta calma, sin embargo, es engañosa: el ejemplar de Armea y el de Santa Comba de Basto blanden una espada, desenvainada y en posición vertical. En los demás casos, la mano derecha aferra la empuñadura del puñal y además la posición del escudo implica, como mínimo, una advertencia al recién llegado:

Esta posición tan forzada puede estar relacionada con el papel simbólico del escudo en el mundo antiguo: la posesión del escudo señala la independencia y anuncia la defensa de la misma, y funciona como una metáfora material de protección. La pérdida del escudo […] implica la renuncia del grupo vencido a los límites sociales que previamente había mantenido, lo que responde a una concepción del escudo como frontera móvil que separa a uno mismo, al grupo y al territorio, del Otro
(Alfayé, S. 2009: 110)

Un hombretón de piedra que te recibe con cara de pocos amigos, interponiendo el escudo y a punto de desenvainar el puñal: si lo comparamos con los modernos felpudos de “bienvenido”, captaremos el ambiente belicoso que imperaba en aquella época.

Hay que comprender que en una cultura prehistórica, estos objetos tenían un significado más profundo que el que nosotros podamos atribuirle. No eran una simple señal: eran una protección mágica a la que sin duda se atribuía el poder de rechazar el mal (o sea, “función apotropaica”, como les gusta decir a los historiadores). En algunos casos simplificaron y en vez de un guerrero, nos encontramos únicamente con una gran cabeza de piedra y un cuello ceñido por el inevitable torques: son las cabezas de Ralle (Lugo), Castro do Río y Anlle (Ourense). Más al norte, desaparecen las estatuas de guerreros y sólo se hallan simples cabezas de piedra, desde San Chuis (Allande, Asturias) hasta Lugo. Cuando aparecen en contexto, vemos que también estas cabezas se situaban protegiendo una entrada, bien a las puertas del poblado o bien en el recinto interior, la “acrópolis”.

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El caso más llamativo, sin duda, es el del Chao Samartín, en Asturias, donde se localizó parte del cráneo de una mujer joven en una cista, a la entrada de la acrópolis donde se levantaba el antiquísimo santuario que dio lugar al castro. El cráneo del Chao es muy anterior a las esculturas galaicoportuguesas, pues data de esta primera etapa del castro, en la Edad del Bronce. Sin embargo, es muy probable que la creencia sea exactamente la misma.

Las cabezas de piedra protegen el recinto, de manera similar a las  têtes coupées en los santuarios galos del sur de Francia. A veces, como en el Oppidum de Entremont (Sur de Francia) o en Armeá (Ourense), se aprecia claramente que el autor trata de representar la cabeza de un hombre muerto, con los ojos cerrados o entrecerrados y los párpados hinchados. En algunos de los santuarios galos (Bouches – du – Rhône, Roquepertuse) lo primero que se encontraba el devoto era un pórtico en cuyos pilares se habían excavado huecos para alojar calaveras. Silio Itálico cuenta en “Púnica” que los galos entregaban la cabeza cortada del jefe enemigo a sus templos la cual, guarnecida de oro, empleaban después los sacerdotes en las libaciones.

Estas creencias se extendían hasta Gran Bretaña, y así aparecen cráneos humanos guardando la entrada de varios hillforts como el de Brendon Hill (seis cráneos sobre las puertas) o el de Stanwick, donde se halló un cráneo en el foso junto a la entrada, con heridas de batalla. A veces se aprecian agujeros perforados en el hueso para poder colgar y exhibir el cráneo. También hay varios ejemplos de cráneos enterrados en un pozo, como en Danebury (3).

Es difícil resistir la tentación de saltar doce siglos y comparar estos restos con la leyenda galesa de Bran el Bendito (Bendigeitfran), el rey de los britanos que cruzó el mar para rescatar a su hermana, la princesa Branwen. Branwen estaba siendo maltratada por su esposo, Matholwch el rey de Irlanda, y Bran partió con su ejército a vengar la afrenta. Bran, que era de tamaño gigantesco, cruzó el mar a pie, llevando sobre los hombros los arpistas de la corte. Tras una sangrienta batalla en la que interviene un caldero mágico que revive a los muertos, sólo siete britanos sobreviven. Bran está malherido y les pide que le corten la cabeza y la lleven de vuelta a su patria. Durante años los supervivientes conviven con la cabeza de Bran, que sigue hablando y les mantiene entretenidos con cantos y poemas. Finalmente la entierran en Whitehill, la Colina Blanca, donde ahora se alza la Torre de Londres, mirando hacia el continente. Mientras la cabeza permanezca allí, ningún invasor profanará la Isla de Gran Bretaña.

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Sí, transcurrieron muchos siglos entre la Edad del Hierro y la leyenda medieval, pero es casi inevitable deducir que hay una relación. La cabeza del rey gigante protegiendo Britania no es tan diferente de la gran cabeza con torques de Ralle, guardando la entrada al castro.

Tenemos una serie de creencias sobre el poder mágico del cráneo humano y por otro lado, además, una cultura guerrera que otorgaba prestigio según la cantidad de cráneos cosechados en la batalla y la fama del enemigo decapitado. En el territorio de los astures tenemos por ejemplo la fíbula de Lancia, expuesta en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. Esta fíbula (broche para el manto, en lenguaje profano), supuestamente de los siglos III – II Antes de Cristo, fue hallada en Lancia, el castro cercano a Villasabariego, León. La fíbula representa a un jinete que lleva, colgando del cuello de su caballo, una cabeza humana. Es una imagen que parece sacada de Diodoro Sículo, cuando dice que los galos hacen lo siguiente:

Cortan las cabezas de los enemigos muertos en batalla y las atan a los cuellos de los caballos. Los despojos ensangrentados los entregan a sus sirvientes mientras entonan un peán, y un canto de victoria; y clavan estos primeros frutos encima de sus casas […]. Embalsaman las cabezas de los enemigos más distinguidos en aceite de cedro, y las preservan cuidadosamente en un baúl, y las muestran con orgullo a los extraños, diciendo que por esta cabeza uno de sus antepasados, o su padre, o el hombre mismo, rehusó la oferta de una gran suma de dinero. Dicen que algunos alardean que rechazaron el peso de la cabeza en oro.
(Wikipedia)

Todos sabemos que los griegos pintaban a los bárbaros como…Pues eso, como bárbaros, pero en este caso parece que Diodoro no exageraba ni un milímetro: los arqueólogos han descubierto recientemente (las excavaciones comenzaron en 2003) en el oppidum de Le Cailar, en la costa mediterránea de Francia, un auténtico botín de armas y cráneos, con señales de lucha y decapitación, conservados y expuestos en lo que parece la plaza del poblado. Un poco más al sur, en Cataluña, los iberos tenían la costumbre de atravesar cráneos humanos con un gran clavo y exhibirlos en las murallas de sus poblados. Se han encontrado cuatro en Ullastret, cerca de la costa en el norte de Cataluña, y dos en Puig Castellar, Santa Coloma, también cerca del mar aunque más al sur.

Cristobo de Milio Carrín, miembro de Fundación Belenos

Notas al pie

(1) Alfayé, S. 2009: 109, 110
(2) Véase Rodríguez Corral, J. 2012 (Biblio)
(3) Ian Brown, “Beacons in the Landscape: The Hillforts of England and Wales”

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