Foto: Heraldo de Aragón
Actualizado: 21 noviembre, 2022

Cuarta parte de: Cazadores de cabezas y duelos a muerte: la ideología guerrera de los antiguos celtas

Porteros de piedra y cazadores de cabezas
Buitres, valkirias y zanjas
Santuarios sanguinolientos y sacrificios de caballos
Duelos
Bandidos y juramentos
Conclusión
Bibliografía

Si queremos hacernos una idea aproximada de lo que debía de ser la vida para un joven noble de la Edad del Hierro, tratando de abrirse paso y de ganar status, tenemos que olvidarnos de las empalagosas estampas “New Age” o de la palabrería sobre “honor” y “orgullo” de películas y teleseries históricas. Aquello seguramente se parecía más a una cárcel salvadoreña o a las deudas de sangre pashtunes. En su mundo no había sitio para la prudencia, la mansedumbre ni el compromiso: el que rechazaba la lucha mostraba ser débil y tendría que enfrentarse, más pronto que tarde, a un desafío mayor:

Estrabón simplemente afirma que los galos son “amantes de las peleas” (Estrabón 4.4.6). Diodoro da un ejemplo específico. “Incluso durante una comida son proclives a aferrarse a cualquier asunto trivial como ocasión para encendidas disputas, y a continuación se desafían unos a otros en combate individual, sin preocupación por sus vidas” (Diod. Sic. 5.28.5) […] Diodoro afirma que pueden arriesgarse a tales combates a causa de su creencia en la metempsícosis (5.28.6)
(Riggsby 2006: 56)

Dos jóvenes que luchan ante la mirada de todo el grupo: he aquí el elemento básico de toda cultura guerrera. No se trata sólo de resolver un conflicto personal sino de exhibirse, de conseguir una victoria ante los ojos de todos y de aumentar así el prestigio, subir de categoría, ganar poder:

Era su costumbre [de los galos], cuando se hallaban alineados frente a las tropas contrarias antes de comenzar una batalla, que uno de ellos se adelantara y retara al más valiente de sus enemigos a que se acercara para luchar con él en combate individual
(Diodoro Sículo, Histor. V.29.31 (17) )

La Ilíada, que se escribió hacia los siglos VIII-VII AC, representa la guerra en el Mediterráneo Oriental a principios del I milenio como una serie de combates individuales en los que se enfrentan los campeones de cada pueblo, los mejores guerreros, los jefes (“reyes”). Cada caudillo acude a la batalla con su propia hueste, pero los duelos entre jefes enemigos son tan importantes como las batallas entre grandes contingentes. El duelo entre Menelao y Paris, por ejemplo, por poco decide el resultado de la guerra al comienzo del poema. Toda la obra es un canto al valor individual, a la fuerza y a la violencia, está llena de detalles brutales y representa a los dioses y diosas premiando a los mejores luchadores, de modo que la victoria es señal del favor divino. Por ejemplo, en el Canto V Atenea, la diosa de la guerra, posee a Diomedes y le otorga una fuerza sobrehumana, haciendo que irradie de él una gran luz y que derribe a los troyanos como la hierba ante la guadaña.

El libro 1 de Samuel, que fue compuesto seguramente hacia la misma época que la Iliada, nos da otro ejemplo de combate individual, un poco más al sur: la historia de David y Goliat.

En el capítulo 17 nos encontramos al ejército de los filisteos acampado en Socó de Judá frente al de los israelitas, instalados en Elá, dejando un valle entre ambos. Un campeón llamado Goliat se adelanta de entre los filisteos, un gigante de casi tres metros con toda la panoplia de la Edad del Bronce: yelmo, coraza, grebas, escudo y lanza. Goliat lanza su desafío: que los israelitas elijan un campeón y que luche con él. El pueblo del perdedor se someterá al del ganador.

El resto de la historia es bien conocido: los israelitas se acobardan ante el gigante, pero un joven pastor llamado David se ofrece para luchar y, rechazando la espada y la coraza del rey Saúl, mata con su honda a Goliat. Los filisteos huyen y los israelitas logran una gran victoria. David toma como botín las armas del vencido, le corta además la cabeza y se la lleva como trofeo hasta Jerusalén.

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El relato parece una parodia intencionada de la épica fanfarrona de los indoeuropeos, en el que un campeón no muy distinto de Diomedes queda en ridículo ante un delicado muchachito que se dedica a pastorear ovejas. De nuevo intervienen los dioses, aquí para humillar a las deidades guerreras de los filisteos ante Yahvé, el cual tiene la costumbre de manifestar su poder ensalzando al humilde, al hijo menor, al débil y de aplastar al poderoso y al soberbio.

Muchos siglos más tarde, en tiempos de Octavio Augusto, Tito Livio nos transmite algunos restos de la épica primitiva de los latinos. Según el historiador, también el destino de Roma se decidió en un combate individual, en el siglo VII A.C. El ejército de Roma y el de Alba Longa, la ciudad rival, acordaron organizar una lucha a muerte entre seis campeones: los tres hermanos Horacios lucharían por Roma, los tres Curiacios lo harían por Alba Longa. La victoria de los Horacios puso fin a la guerra entre las dos ciudades. Sin duda se trata de pura leyenda, pero probablemente refleja cómo en época tan remota los pueblos itálicos practicaban una forma de guerra tribal no muy diferente de la que describe Homero… Y cómo la recogían en alguna forma de literatura oral que sobrevivió hasta el Principado de Augusto.

Pasan los siglos, nos internamos en la época helenística, Roma desarrolla una temible y eficiente máquina bélica y estas hazañas, digamos, arcaicas, pasan de moda. Sin embargo, el mismo Tito Livio recoge dos relatos en los que los duelos sirven para ensalzar la nobleza de Roma frente a la estupidez y tosquedad de sus enemigos. La historia de cómo Tito Manlio Torcuato consiguió su apodo se recoge en el libro 7 de Ab Urbs Condita y transcurre en el año 361 A.C. durante una invasión de los galos del Po, en el puente sobre el Anio. Es una traslación casi perfecta de la historia de David y Goliat:

1. Los dos ejércitos forman frente a frente.
2. El campeón del ejército enemigo, un gigante aparentemente invencible, se adelanta a territorio neutral y desafía al mejor de entre los romanos. El resultado del duelo señalará el destino de ambos pueblos.
3. El ejército romano se acobarda ante el gigante
4. De entre los romanos surge un campeón, Tito Manlio, físicamente muy inferior al enemigo, que pide permiso al jefe para luchar en el duelo.
5. Tito Manlio hace un discurso resumiendo los valores de su bando, anunciando la victoria del bien y la humillación del mal
6. El campeón galo ridiculiza el pequeño porte de su adversario
7. El romano vence, aplastando la soberbia del enemigo
8. El ejército galo, presa del temor, huye.
9. El campeón de los romanos toma botín del enemigo caído (el torques ensangrentado del galo, que se pone inmediatamente al cuello y que dará desde entonces nombre a todos sus descendientes).

Samuel se mofaba de los grandes guerreros de la Edad del Bronce, a mayor gloria de Israel y su dios; Tito Livio convierte a los orgullosos campeones celtas en unos peleles que se pavonean neciamente pero que no resisten un asalto contra un auténtico patricio romano.
La historia es una fábula patriótica, pero seguramente está basada en una costumbre auténtica observada entre los galos. De hecho, en el mismo libro 7 aparece otro ejemplo semejante a éste, la historia de cómo Marco Valerio Corvo recibió su nombre, situada en el año 349 A.C. y que, muy posiblemente, es la adaptación de una leyenda celta:

Mientras los romanos pasaban el tiempo en silencio en sus puestos de avanzada, un gigantesco galo en espléndida armadura se adelantó hacia ellos y lanzó un desafío a través de un intérprete para enfrentarse a cualquier romano en combate singular. Había un joven tribuno militar, llamado Marco Valerio, que se consideraba no menos digno de tal honor de lo que había sido Tito Manlio. Tras obtener el permiso del cónsul, marchó totalmente armado al espacio libre entre ambos ejércitos. El elemento humano de la lucha quedó ensombrecido por la intervención directa de los dioses, pues justo cuando se enzarzaban un cuervo se posó repentinamente sobre el casco del romano con la cabeza señalando hacia su adversario. El tribuno alegremente aceptó esto como un augurio divino, y rogó para que, fuese dios o diosa quien había enviado el ave propicia, le fuese gracioso y le ayudase. Maravilloso es relatarlo, no sólo se mantuvo el pájaro sobre el yelmo, sino que cada vez que chocaban se elevaba sobre sus alas y atacaba el rostro y los ojos del galo con pico y garras hasta que, aterrorizado ante portento tan evidente y azorado por igual en ojos y mente, fue muerto por Valerio.

Tito Livio no relaciona este “milagro” pagano con ninguna deidad romana pero encaja muy bien, como sabemos, en la teología bárbara: el ave de carroña es la enviada del dios o diosa de la guerra, la que elige quién vencerá en una batalla y la que eleva las almas de los héroes hasta el paraíso celeste. El fragmento se ha relacionado con el famoso casco lateniense de Ciumeşti, Rumanía, en el que aparece un ave de rapiña con las alas extendidas, posada sobre la cimera. Las alas están articuladas y debían de oscilar como si el pájaro aletease cuando el portador se movía. El caldero de Gundestrup también representa a un noble a caballo con otro casco sobre el que se ve un pájaro. Y aunque sea adelantarse a mi plan, en la literatura irlandesa antigua aparece repetidamente una furia guerrera similar a las valkirias o a Atenea: su nombre es Badb, “la corneja”. Ella elige quién gana y quién morirá y a veces interviene en los combates individuales para estorbar al adversario de su favorito y darle la victoria a éste. Es casi lo mismo que ocurre en la historia de Marco Valerio Corvo, aunque Badb puede tomar muchas formas, no sólo la de corneja.

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Está claro que Tito Livio no perdía ocasión de convertir su relato en la enésima lección de patriotismo romano, pero también parece evidente que los galos siguieron celebrando duelos entre campeones hasta época tardía, vinculando la costumbre con sus creencias sobre las deidades guerreras.

Desde Troya y Judá hasta la Galia cisalpina, nos hemos acercado poco a poco a la Hispania indoeuropea y al NW castreño. Daremos un paso más. El siguiente es un fragmento de la “Historia de Roma” de Apiano de Alejandría, anotada en el siglo II de nuestra era, y narra el asedio de Intercatia, en territorio vacceo, hacia el 151 A.C.

Lúculo […] asoló sus campos y estableciendo un asedio, cavó en torno a la ciudad muchas trincheras y, de continuo, ponía a sus tropas en orden de combate provocando a la lucha. Sus adversarios, en cambio, no respondían de igual modo y sólo combatían con proyectiles. Con frecuencia, un cierto bárbaro salía cabalgando a la zona que mediaba entre ambos contendientes, adornado con espléndida armadura, y retaba a un combate singular a aquel de los romanos que aceptara y, como nadie le hacía caso, burlándose de ellos y ejecutando una danza triunfal se retiraba. Después que hubo ocurrido esto en varias ocasiones, Escipión, que todavía era un hombre joven, se condolió en extremo y adelantándose aceptó el duelo y, gracias a su buena estrella, obtuvo el triunfo sobre un adversario de gran talla, pese a ser él de pequeña estatura.»
Apiano de Alejandría, Historia de Roma, libro 5, “Sobre Iberia”, 511 (18)

Es una versión abreviada pero, igual que en ocasiones anteriores, nos encontramos de nuevo con un gigante magníficamente armado que se pavonea ante los romanos, el campeón romano es físicamente inferior, etc etc. Plinio, en su Historia Natural, añade un curioso detalle:

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Averiguamos de nuestras fuentes además que el nativo de Intercatia, cuyo padre había sido muerto por Escipión Emiliano tras desafiarlo a combate singular, usaba un sello representando esta lucha. De aquí la conocida agudeza de Estilo Preconino, quien remachó: “¿Qué hubiera hecho si su padre hubiera matado a Escipión?”
Plinio, Historia Natural, libro 9, IV

Sin duda los romanos alteraron la anécdota para ajustarla al esquema que ya hemos explicado, pero el detalle del sello hace pensar que hay algo de cierto en ella. Sabemos que existían los duelos entre guerreros de la Hispania prerromana, pues nos han llegado al menos tres representaciones: la más bella estéticamente es sin duda el “Vaso de los Guerreros” de Numancia, Soria. El combate representado en la empuñadura del puñal vacceo hallado en la sepultura 32 de la necrópolis de Pintia (Padilla de Duero, Valladolid) es, en cambio, la más esquemática de las tres y la tercera, la más alejada de nuestro Arco Atlántico y a la vez la más interesante, es el “Vaso de Liria”, en Valencia, en el que dos guerreros totalmente armados se enfrentan mientras, a ambos lados, dos sacerdotes con gorros picudos tocan instrumentos musicales, en lo que tiene todo el aspecto de un ritual.
El último duelo entre bárbaro y romano que estudiaremos fueron en realidad dos, y tuvieron lugar en la Guerra de Numancia, 154 – 133 A.C:

Durante la guerra de Numancia, Q. Occio, legado de Metelo, sostuvo dos combates singulares. El primero fue contra un celtíbero que lo había desafiado y que se presentó montado a caballo. En el segundo, venció a un noble celtibérico de nombre Pirreso o Tiresio, “sobresaliente en nobleza y valor entre todos los celtíberos”. Éste entregó al romano su espada y su ságulo a la vista de ambos ejércitos, mientras que el romano pidió que ambos se unieran mediante la ley de la hospitalidad cuando se restableciese la paz entre celtíberos y romanos (Liv. Oxyrh. 164; Val. Max. 3.2.21).
(Salinas de Frías 2010: 146)

El primero de estos dos duelos es otra versión más del “digno romano aplasta a bárbaro bocazas”:

Valerio Máximo (III.2.21) nos transmite cómo en este combate ritual se observaron las normas indígenas. En el primero de los duelos, el indígena profería gritos e insultos mientras daba vueltas con su caballo en movimiento (obequitare), lo que ha sido interpretado como una circunvalatio canónica […].
(Francisco Heredero 2012: 57)

El segundo duelo, en cambio, es algo muy distinto: por primera vez el enemigo se humaniza hasta recibir incluso un nombre, Pirreso, y por primera vez destaca el texto sus buenas cualidades. El bárbaro reconoce noblemente su derrota y el romano lo trata como a un digno adversario y le ofrece su amistad. El gesto de entregar la espada y el sagum (la capa), según sabemos por otras fuentes, era la ceremonia de rendición entre los pueblos de la Iberia prerromana. Este detalle, así como la referencia al hospitium, le da un aire de autenticidad al episodio. Aparte de las palabras “sobresaliente en nobleza”, las fuentes llaman rex o dux (rey o jefe) a estos retadores (19). Podemos estar razonablemente seguros de que los combates individuales eran por tanto una costumbre extendida entre las élites de los pueblos prerromanos peninsulares, de un modo no muy distinto de lo que se estilaba en época homérica.

Cristobo de Milio Carrín, miembro de Fundación Belenos

Notas al pie

(17) Citado por M. Alberro en “El Combate Individual en los Celtíberos y los Pueblos Celtas de la Antigua Irlanda” en HAnt XXVIII – 2004, 237 – 255
(18) Traducción disponible online en http://www.imperivm.org/cont/textos/txt/apiano-de-alejandria_historia-de-roma.html
(19)Francisco Heredero Íbid.

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